jueves, 15 de enero de 2015

Teresa Romero mintió

No lo digo yo: lo ha afirmado ella misma. Hoy mismo, ante la demanda de la médico de cabecera que la atendió antes de saberse que tenía el virus, ha reconocido que no le llegó a decir que había estado en contacto con pacientes de riesgo. Lo cual, indudablemente, es una temeridad que podría haber arriesgado la vida de mucha gente (imagínate la que se habría liado si la infección se expande a través del centro de estética al que fue luego a depilarse). Pero qué quieres que te diga: yo creo que ya ha pagado con creces su insensatez. No olvides que, precisamente a cuento del virus, ha estado a punto de irse al otro barrio. Algún medio la llegó a dar por muerta y todo.

¿Mal asesorada? ¿Malvada y aprovechada que quería sacar tajada de la desgracia? ¿Irresponsable? ¿Tonta perdida? Sinceramente, me la pela. Ella, en el fondo, no es más que el último mono, aunque ahora haya quien la quiera convertir en la gran culpable y reivindique la figura del consejero de Sanidad dimitido, el señor Javier Rodríguez, o hasta de la ministra del ramo, Ana Mato (que anda que la guasa del apellido para un cargo como éste). Muy tranquila no tendrían la conciencia si, pese a ser políticos españoles (y encima del PP), acabaron dejando sus puestos. 

Y lo mono y achuchable que es...
Y más si el único asidero que tienen para defenderse es la mentira de la enfermera. Que existió, ahora lo sabemos, pero se podría haber conocido mucho antes si alguien (periódicos buscadores de carnaza incluidos) se hubiera molestado en preguntar a su médico y en consultar las notas que tomó en la consulta. Esa mentira de Teresa Romero no basta para tapar muchos otros hechos que incluso ahora, en frío, con meses de margen para analizar, siguen siendo inadmisibles. Durante aquellos meses de septiembre y octubre España le demostró al mundo, una vez más, que aparte de siesta y sangría, la palabra que más exportamos es "chapuza".

Porque es una chapuza que tengamos un hospital puntero en enfermedades infecciosas como era el Carlos III y lo desmantelemos con la excusa de los recortes. Y que, sin un sitio en condiciones donde tratarlo, nos traigamos aquí a un paciente de una enfermedad muy contagiosa y mortífera, en lugar de atenderle allí donde estaba (o mejor aún: de invertir, de verdad, en serio, para que el ébola desaparezca de África). Y que, con el paciente ya en Madrid, no haya un protocolo en condiciones para atenderlo y los enfermeros ni siquiera sepan ponerse el traje especial de protección (y eso no lo dijo la mentirosa Teresa, sino bastantes otros). 

Y que, una vez fallecido sin curarse el paciente repatriado, no se establezca una cuarentena total y absoluta para todos los que hubieran estado en contacto con él, a fin de descartar todo riesgo de que el virus, cuyos tiempos de incubación se conocen perfectamente, se haya pegado por accidente a alguno de ellos (como de hecho ocurrió con Teresa). Y que, en pleno siglo XXI y en un país que se dice desarrollado, no exista una base de datos de, por lo menos, la población de riesgo (estamos de acuerdo en que los enfermeros lo son, ¿no?), en la que conste a qué han estado expuestos, de manera que el médico la pueda consultar y saber a qué se atiene aun en el caso de que haya gente como Teresa que, por descuido o por negligencia, no se lo cuente.

Teresa mintió. Ha perdido, con todo merecimiento, el estatus de heroína que algunos le quisieron dar. Pero su caída del pedestal no puede servir para exculpar a los peces gordos dimisionarios, que no sólo también mintieron, sino que son (por fortuna, eran) unos incompetentes de campeonato. Pese a todo, lo más preocupante del tema es que, en vista de la experiencia en gestores de la cosa pública que tenemos, es ingenuo pensar que los del partido contrario lo habrían hecho mejor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Opina, que es gratis.