martes, 6 de octubre de 2015

Elogio de la simplicidad

"Simple", me llamas. Con toda tu furia y tu mala baba. Me lo dices como si fuera un insulto. Es una de esas palabras que, por algún motivo, se han ganado una connotación negativa para la sociedad. Le pasa como a "payaso", uno de los oficios más nobles del mundo (créeme, hacer reír a alguien no es ni medio fácil, y más si se trata de gente tan repelente como pueden llegar a ser los humanoides preadolescentes) que se usa con afán de ofender y ridiculizar. Lo simple es malo, parece ser.

La pobre simplicidad, ese concepto abstracto tan sencillo por naturaleza, que jamás le haría daño a nadie por carecer de las retorcidas herramientas necesarias para herir, está denostada en la cultura actual. Vivimos en tiempos de progresos técnicos asombrosos, en los que la técnica ha creado maquinarias extremadamente complejas para resolver cualquier tarea, por banal o superflua que sea. Tienes un discurso salido de las cavernas del siglo XIX, me dirás. Yo te replicaré con un sonoro "no me jodas" y añadiré que, con el único fin de inmortalizar su cara de idiota, medio mundo está dejándose fortunas en un puto palo con bluetooth enganchado a un teléfono con una capacidad de procesado de datos que para sí habrían querido en la NASA cuando mandaban gente a la Luna.

Se ve que asociamos lo simple a la escasez y la miseria, de modo que queremos siempre más y más para no sentirnos unos pobretones. No es que reniegue de la tecnología, ni mucho menos; sin ir más lejos, si no fuera por el genio que inventó los ordenadores yo ahora no podría estar dándote la brasa. Pero es evidente que esta sociedad del exceso no ha servido para resolver los problemas ancestrales; más bien los ha agravado. No es preciso ponerse en plan miss y pedir la paz en el mundo, porque siempre habrá un imbécil dispuesto a pelearse por cualquier gilipollez; bastaría con garantizar que todo el mundo tuviera una ración diaria decente de comida, algo que, con los medios actuales, sería perfectamente factible, y ya ves tú cómo lo llevamos.

A los humanos os encanta enfollonarlo todo
Pero no hace falta irse a lo material. Lo bueno de la simplicidad (que no simpleza, cuidao) es que es algo tan simple (¡precisamente!) que puede aplicarse a todo. Incluso a la forma de pensar. Que necesitas o quieres algo, vas a por ello. Que puedes, cojonudo, fiesta. Que no puedes, a otra cosa. Pim, pam, pum. Rápido, eficaz e indoloro. Pero no. Los humanos tenéis la capacidad innata de complicaros la vida con reflexiones y pajas mentales intermedias que no llevan a ningún sitio, más que a complicaros la existencia y amargaros sin necesidad.

Las relaciones de pareja son un ejemplo clarísimo. Las estrategias de ligoteo para conseguir pareja de apareamiento ya de por sí son un jaleo agoteador. Que esa es otra: el hecho de limitarnos a la monogamia no sólo nos hace perder mucha diversión, sino que deriva en todo un submundo de celos, sospechas, imposiciones de fidelidad y esfuerzos titánicos para intentar comprender y adaptarnos a lo que cojones esté pasando por la mente de la parte contratante, para no herir sus sentimientos. A mí me ha tocado sufrirlas a ellas, y te aseguro que tiene tela, aunque no dudo (de hecho me consta) que entre nosotros también haya quien le dé mil vueltas a todo y no sólo se joda su propia cabeza, sino que se las apañe para que la mierda salpique a los demás.

Visto lo visto, si me llamas simple no me queda otra que darte las gracias. Me esfuerzo por serlo cada día más. Y si te lo propones, tú también puedes. Es lo más fácil. Siempre. Sin más.

viernes, 15 de mayo de 2015

Carta abierta a Ángela Conesa

Hola, Ángela Conesa, qué tal. No me conoces de nada, ni falta que hace, pero me permito el lujo de dedicarte unas cuantas líneas porque en los últimos tiempos te has hecho bastante famosa en el ciberespacio. Tu caso está circulando a toda velocidad por las redes sociales (yo te he visto ya tres o cuatro veces en Facebook, aunque por lo visto te han compartido ya ciento treinta y pico mil personas) e incluso algún que otro medio de comunicación serio se ha hecho eco de tu situación. Este blog lo lee más gente (o eso quiero pensar) que a lo mejor no sabe de qué va el tema, así que permíteme que dé una explicación rápida. Tú, si quieres, puedes saltarte el siguiente párrafo, porque te supongo informada.

Tú, Ángela Conesa, tienes un hijo de, presupongo, entre siete y diez años. Tú has querido que tu retoño participe en ese ritual católico llamado Primera Comunión, al que se suele llevar a los críos cuando tienen esa edad. Para ello le has inscrito donde le tuvieras que inscribir, has rellenado todo el papeleo preciso y le has llevado a las preceptivas clases de catequesis. Poco antes de la celebración del acto, la parroquia correspondiente te ha enviado, a ti y al resto de padres, una carta con recomendaciones previas de última hora. En esa carta se afirma, o más bien se recuerda, que hay determinados tipos de convivencia, tales como parejas de hecho o divorciados, son "irregulares a ojos de la Iglesia", y por tanto tienen prohibido tomar la comunión que la propia iglesia da. En la misma nota, además, la parroquia pide colaboración económica, con la excusa de poder sufragar sus gastos cotidianos. A ti te ha indignado que, con una mano, te consideren "irregular" y te nieguen la Comunión, y con la otra te pidan dinero. Por ese motivo, les has contestado con otra carta cargada de indignación, en la que dices que supones que la Iglesia también considerará "irregular" tu billetera, por lo que te niegas a hacer donativo alguno. El caso se ha conocido porque tú misma has hecho pública la situación fotografiando y publicando ambas misivas en tu biografía de Facebook.

En vista de los hechos, Ángela Conesa, he de decir que, pese a que has recibido abundantes muestras de solidaridad y apoyo, yo, desde la imparcialidad que me da mi ateísmo, considero que en este caso estás bastante equivocada. Y no sólo eso, sino que además te acuso de hipocresía. Si tienes un hijo de entre siete y diez años imagino que tú andarás, al menos, por los veinticinco, edad en la que ya se tiene (o se debería tener) uso de razón y conciencia de las cosas. Tú, en tu réplica a la parroquia, te defines a ti misma como católica, matizando que "desde hoy" (con firma de pasado 3 de mayo) simple cristiana. De ahí se deduce que durante tus al menos 25 años de vida has sido católica, y los últimos de ellos de forma consciente y voluntaria.

Lo importante es la coherencia
Eres, entonces, plenamente consciente de que el catolicismo tiene una serie de mandamientos, dogmas y reglas de obligado cumplimiento para los fieles que se consideren como tales. No hay medias tintas: si quieres ser católica, te toca aceptarlos. Es así. Si no te gusta, lo tienes tan fácil como decir que abandonas esta religión y pasarte a cualquier otra más acorde con tus creencias (dentro del cristianismo, por ejemplo, hay mil ramas protestantes de todo tipo y color), o bien, si ninguna te convence, renunciar al culto organizado y ser creyente "a tu manera", o hacerte atea, o lo que te venga en gana. Pero si eres católica, debes cumplir con las reglas católicas. Entre las cuales se incluye expresamente la imposibilidad de romper el matrimonio si no es por la muerte de uno de los cónyuges. Si te divorcias, por los motivos que sean, estás atentando contra los principios católicos y, por tanto, automáticamente dejas de pertenecer a esa confesión.

Divorciarte y seguir considerándote católica es la primera de tus hipocresías. La segunda, mucho más grave, es llevar a tu hijo a hacer la Comunión organizada por una confesión cuyas normas no respetas. Ya de por sí es deplorable que a un chaval que no está preparado para tomar decisiones transcendentales, como supuestamente son las relativas a la Divinidad, le fuerces a participar en los ritos de una confesión determinada, sin saber qué es lo que él creerá o dejará de creer cuando tenga capacidad y autonomía suficiente. Por si fuera poco, le pretendes introducir en una fe que ni tú misma respetas. Es completamente normal que la Iglesia, en cumplimiento de su propia normativa interna, te niegue el "derecho" a comulgar. Es su religión, son sus reglas, con cientos de años a sus espaldas, y si no te gusta, te vas. Como ha hecho tanta gente: como sabrás, el porcentaje de católicos en España es cada vez más bajo, y no pasa nada, el mundo no se ha acabado aún.

¿Cuál es, entonces, el motivo que te lleva a querer que tu niño comulgue? ¿"La fiesta"? ¿"La tradición"? ¿No se supone que para un creyente todo eso debería quedar en segundo plano con respecto a la (presunta) importancia espiritual del acto? No digas que lo consideras "un día especial para la familia", como sostienes en tu texto, porque tu familia no se rige acorde a los preceptos católicos. Aunque te duela, tienen razón. Para ellos eres una irregular. Para mí no, yo opino que cada uno hace con su vida lo que le da la gana, pero para ellos sí. Dale las vueltas que quieras, pero no tienes argumentos para sentirte ofendida.

Me atrevo a decirte una última cosa. Te escandalizas en tu réplica de que, pese a que a sus ojos eres una persona "irregular", el párroco tiene la desfachatez de pedirte dinero. El más que aceptable estilo narrativo en que está redactada tu protesta indica que tienes un nivel cultural digno, el cual te debería servir para saber que, en sus casi dos milenios de historia, la Iglesia se ha dedicado básicamente eso: a sacar pasta hasta de debajo de las piedras. La X en la declaración de la renta, pasar el cepillo en los templos, los diezmos medievales, las bulas, todos los etcéteras que quieras, por los siglos de los siglos. Si hasta el principal símbolo del catolicismo, la basílica de San Pedro en Roma, está construida con el dinero que sacaban a los ricachones de la época vendiendo indulgencias que "garantizaban" un chalet adosado en el Paraíso, lo que fue uno de los detonantes para que a Lutero se le hincharan los huevos y montara su Reforma. Que no hayas tenido en cuenta todo esto es síntoma de, por decirlo de forma suave, una tremenda ingenuidad por tu parte.

Sin otro particular, recibe un cordial saludo.

martes, 3 de marzo de 2015

Qué falta de respeto

Desconozco si sería competencia de la Real Academia o más bien de la Guardia Civil, pero urge la creación de un registro de palabras maltratadas y abusadas. Da penita verlas por ahí, en boca o teclado de cualquier indocumentado, de cualquier ignorante que dice que "ignora" a alguien a quien conoce perfectamente pero ha decidido no hacer caso. O de esos que llenan el mundo de "culpables", hasta para las cosas buenas. O de aquellos otros que no tienen problemas graves, sino "serios", como si los demás nos descojonáramos con los nuestros.

En el fondo, muchos de estos casos son comprensibles, y hasta se pueden llegar a perdonar, porque se deben no a la mala fe, sino al desconocimiento puro y duro. Incluso los lingüistas, quizás demasiado indulgentes, acaban admitiendo como válidas algunas de estas aberraciones. El problema llega cuando el uso erróneo se hace de forma torticera, con la intención de obtener beneficio y justificar comportamientos de legitimidad dudosa.

¿Quieres un ejemplo? Te lo doy. El diccionario define claramente, aunque con un punto de cursilería, la palabra "respeto" como la veneración o el acatamiento que se le hace "a alguien". No "a algo", no a entes abstractos, sino a seres humanos con nombre y apellidos. Yo puedo respetar a quien dice algo (si se lo merece, que esa es otra), pero no tengo por qué demostrar ningún tipo de deferencia particular a las ideas que le dé por soltar, por muy sagradas que sean para él. Todo razonamiento, se refiera a lo que se refiera, está sujeto a crítica y debate. En eso se basa, precisamente, la libertad de expresión de la que tanto presumen los gobiernos.
Mayormente así funciona el mundo
Y sin embargo, no es difícil ver discusiones en las que algún interfecto suelta alguna barbaridad y, cuando se la intentan rebatir, se indigna y se enfurruña excusándose en que sus creencias han de ser "respetadas". Semejante actitud se observa especialmente cuando el tema tratado es la religión: parece que tener un amigo imaginario sirve como salvoconducto para quedar exento de cualquier evaluación externa. Hasta hay veces en que la legislación se pone de su parte: no hace mucho leí que varios colegios han retirado el cerdo de los menús escolares "por respeto" a los padres (no a los chavales) que profesan la fe musulmana.

Curiosamente, estos que piden "respeto" por lo suyo están tan convencidos de tener la razón que luego son los primeros en ridiculizar las creencias ajenas, alternando entre la condescendencia y la agresividad según hayan desayunado esa mañana. Y no sé a ti, pero a mí no me apetece lo más mínimo admitir algo sólo porque lo dice alguien supuestamente importante. La Edad Media ya quedó atrás, así que quien tenga algo que aportar al mundo y quiera ser tenido en cuenta, que lo argumente y esté dispuesto a pelearse con sus detractores, sin asumir que le van a reír la gracia por su cara bonita. Porque, como dice un amigo mío, si no quieres que se rían de tus creencias, no tengas creencias tan graciosas.

sábado, 28 de febrero de 2015

Madrid es feúcha

A semejante conclusión, dejándola caer con cierto desdén, llegó la semana pasada uno de los amigos que, aprovechando mi hospitalidad y asumiendo el riesgo de que se la devuelva tarde o temprano, vinieron a visitar la villa en la que nací y en la que llevo viviendo la mayor parte de mi cada vez más menguante juventud. Al principio me vi tentado a sacar ese orgullo patriotero del que, en el fondo, carezco, pero por un momento me paré a pensar. Y resulta que mucha razón no le falta.

Ojo, que no dijo "fea", sino "feúcha", y el matiz es importante. No somos la típica urbe industrial carente de todo encanto. Hay cosillas que ver, no cabe duda. Tenemos una Plaza Mayor bastante maja, con su calle homónima por la que da gusto pasear (a primeras horas de la mañana o bien entrada la noche, únicos momentos en los que la densidad de viandantes permite avanzar metros con algo de tranquilidad). Tenemos una Puerta del Vodafone Sol en la que admirar el reloj y el luminoso de Tío Pepe mientras se esquivan carteristas. Tenemos un templo egipcio auténtico en plena calle, porque somos así de chulos. Tenemos un Palacio Real sin reyes, que han preferido alejarse del bullicio y mudarse a la periferia, aprovechando que el traslado no les sale muy caro. Tenemos una Gran Vía, antaño versión ibérica de Broadway, hoy versión al aire libre de cualquier centro comercial. Tenemos, qué duda cabe, un patrimonio de museos que es la envidia del mundo entero, y que se conocen mucho mejor los forasteros que los indígenas.

La Navidad la adornamos con esa cosa; imagina el resto
Y ya está. Para de contar. Alguna avenida arbolada, alguna iglesia pintoresca, algún parque mejor o peor cuidado. Nada que no haya, en mayor o menor cuantía, en cualquier otra ciudad mediana de toda Europa. Carecemos de una catedral que sobrecoja hasta al más herético de los ateos, no hay ningún gran monumento reconocible en todo el mundo (lo más parecido es la puerta de Alcalá, que a pesar de la canción de Víctor Belén y Ana Manuel, estarás conmigo en que no es gran cosa). El panorama no es muy halagüeño si se tiene en cuenta que uno de los puntos más visitados es el estadio del tercer clasificado en la última Liga de fútbol.

Aunque no lo queramos reconocer abiertamente, en el fondo somos conscientes de que no tenemos gran cosa que ofrecer al turista, más allá del hecho de ser "la capital". Por eso solemos vendernos apelando al "carácter de sus gentes", a la "simpatía", al "todo el mundo es bienvenido, nadie es extranjero". Estaría bueno. Pruébalo con tus amigos, o contigo mismo si eres de aquí, a ver a cuántos conoces que, entre sus cuatro abuelos, no tengan algún inmigrante de algún pueblo más o menos lejano. Yo me muevo en círculos variados, o eso intento, y los que he encontrado se cuentan con los dedos de una mano. De ahí que el madrileño puro, eso que llaman "gato", casi no exista, y por tanto tampoco tengamos tradiciones, ni cantos y danzas típicas (en serio, ¿quién baila el chotis?), ni siquiera comidas autóctonas (cocido se hace en toda España). Lo máximo que podemos aportar es la juerga nocturna, que de eso sí hay para aburrir. Quizás para defendernos de estas carencias se ha desarrollado lo que llamamos "chulería madrileña", que no es más que el orgullo barato del que no tiene nada mejor de que presumir.

Si a todo esto le sumamos los problemas habituales de las grandes aglomeraciones, con sus atascos, sus carencias de limpieza en demasiadas ocasiones, sus inevitables niveles de pobreza y marginalidad y todos los etcéteras que los expertos en sociología quieran añadir, llegamos a la conclusión de que este lugar, para un rato, está bien, pero no es especialmente agradable para vivir. Ninguno de mis huéspedes han quedado tan encantados como para sentir pena por volver a sus lugares de origen, como sí ha pasado cuando me han venido a ver a otros lugares en los que he residido de forma temporal. Apelando al hecho de que Madrid carece de historia propia, sino que es el producto de todos los que han llegado de cualquier rincón de la Península para buscarse la vida en el centro, se puede identificar a la Osa y el Madroño como una metáfora del fracaso colectivo de un pueblo como el español, incapaz de ponerse de acuerdo en nada que no sea salir de fiesta, para construir un proyecto común no ya que funcione (esto sale adelante, más o menos), sino que además luzca bonito.

jueves, 29 de enero de 2015

Syriza y las ministras de cuota

Grecia se ha convertido en uno de los países de moda. Hasta hace cuatro telediarios, lo único que sabíamos de los helenos es que exportan reinas y yogur y que están llenos de ruinas; los más futboleros acaso recordarán aquella Eurocopa de 2004 que ganaron llevándose por delante, entre otros, a España. Pero, probablemente porque su situación política y económica es muy parecida a la nuestra, en los últimos tiempos se habla tanto de ellos que hasta ocupan portadas de periódicos (algo que no necesariamente es bueno, en vista del nivel). Quien más, quien menos, todo dios se ha enterado del último pelotazo: en vez de los de siempre, las últimas elecciones, el domingo pasado, las ha ganado Syriza, un partido izquierdoso, comparable -con inevitables matices- al Podemos patrio, que pretende ponerlo todo patas arriba.

La previsible desazón en los sectores más conservadores contrasta con la alegría y la esperanza de los que quieren que las cosas cambien, que ven en esta revolución a orillas del Egeo como un primer paso para acabar con el bipartidismo que también nos pudre a nosotros. Por una vez, lo que triunfa es el optimismo. O triunfaba, ya que un dato, una simple cifra, derribó de golpe todo el castillo que tan sólidamente había edificado sus cimientos en el aire. Y sólo un par de días después de vencer los comicios, sin que les haya dado tiempo a hacer nada. Bueno, algo sí han hecho, y no tiene mala pinta, pero al lado de la calamidad posterior, no le interesa a nadie.

¿Cuál es su delito? ¿Cuál es el horrible pecado que condena a Alexis Tsipras y compañía, tú también, hijo mío, al más oscuro y tenebroso de los infiernos reservados a los peores traidores del progresismo? Agárrate: ha tenido la desfachatez de nombrar un gabinete de 10 ministros. En este caso el masculino no funciona como genérico: no hay una sola mujer. Es un ultraje inaceptable que margina a la mitad de la población (algo más del 51%, según los censos), en un alarde de machismo que perpetúa el régimen falocrático y contraviene todos los principios de igualdad y equidad. Un ataque a la democracia en toda regla, vamos. Tal hembricido discriminatorio relega a Syriza a la condición de más de lo mismo e invalida cualquier logro que puedan conseguir.

Cuidado con lo que pides, que luego pasa esto
En términos parecidos, o más gruesos si cabe, se expresan los indignados por la ausencia de féminas en el gabinete. Lo hacen porque o bien no se han enterado de la misa la mitad, o peor aún, lo que tienen es voluntad manipuladora. En primer lugar, porque sí que hay mujeres en el gobierno, más que en cualquier otro momento de la historia griega, como demuestra este artículo. Y en segundo, y esto es fundamental, porque un gobierno no es un ente representativo, sino ejecutivo. No se trata de que haya muestras de todos y cada uno de los sectores de la sociedad: el objetivo es que estén los mejores, los que más pueden hacer por el bien del país. A juicio, naturalmente, del partido que ha ganado las elecciones con el apoyo del pueblo. No es que estemos hablando de regímenes rollo Arabia Saudí, donde ellas son bultos sospechosos que deben cubrirse con lonas de camión; Grecia es una democracia europea, de esas que llamamos "avanzadas".

Esos mejores pueden ser diez hombres, como pueden ser diez mujeres, o mitad y mitad, o cualquier otra proporción. Da absolutamente igual, puesto que, salvo en la Italia berlusconiana, no se gobierna con la entrepierna, sino con la cabeza (la de arriba). Quien llega hasta ahí lo hace, o lo debería hacer, porque es válido para el puesto, corruptelas y trapicheos internos al margen, no por lo que ponga en su DNI. En un asunto tan delicado como la gestión de un país, escoger a los mandatarios por motivos de cuotas demográficas no sólo es absurdo, sino también peligroso. En la misma Grecia, por ejemplo, un 14 y pico por ciento de la población tiene menos de 15 años, y no creo que nadie considere adecuado dar una cartera a un preadolescente a medio hormonar. Aunque peor que algunos (y que algunas) no lo haría, seguro...

domingo, 25 de enero de 2015

Alerta anti demagogia

No puedo evitarlo. De hecho, además, me mola. Como todo juntaletras que se precie, me encanta meterme en discusiones. Sobre casi todo tipo de temas, con mayor o menor virulencia en función de la idea que tenga del asunto. En los que no domino en absoluto (que, pese a ser campeón invicto de Trivial, los hay, y muchos, no me duele reconocerlo) generalmente procuro no adentrarme: en mi caso, el miedo al ridículo es mayor que el ego del plumilla que tienen tantos y tantos tertulianos.

Contenido dañino. Manéjese con cuidado.
De lo que sí que me precio es de que, si entro en una batalla dialéctica o textual (el universo 2.0 en el que dicen que vivimos es más propicio a aporrear teclados que a dar voces), siempre voy armado con una buena munición de argumentos. Si son débiles, me los rebaten y se me acaban, pues bueno, he perdido, otra vez será. Pero no los dejaré caer hasta que no hayan dado de sí hasta la última gota de su retórica. Pa' chulo, yo. En todo debate en que participe, yo tengo una opinión, que consideraré correcta y válida hasta que alguien me demuestre lo contrario.

Por supuesto, en mis adversarios, a los que generalmente no considero enemigos, espero el mismo nivel. No es imposible que yo cambie mi posición, pero quien pretenda conseguirlo deberá currárselo. Y al ser una persona totalmente carente de fe, rechazo por completo el magister dixit. Como universitario con mucho tiempo perdido en las aulas, sé de sobra que un título, de por sí, no garantiza sabiduría sobre un tema concreto, así que si tu forma de convencerme va a ser el "porque lo digo yo, que soy tal o cual", ahórratelo. Tampoco me vale para nada que me digas que algo "es así porque siempre ha sido así". No es que todas las antiguallas sean despreciables, pero afortunadamente la humanidad avanza y va descubriendo técnicas nuevas y cada vez mejores.

Pero sin duda, el contraataque que más me repatea, y que se está poniendo muy de moda últimamente, es el de la demagogia. La Academia la define como una "práctica consistente en ganarse con halagos el favor popular"; Wikipedia da una explicación más larga pero que, en esencia, consiste en lo mismo. Sin embargo, en boca de los políticos, ha acogido un significado nuevo. Demagogia es, básicamente, todo aquello que para tu rival sea molesto o incómodo y no sepa cómo replicar sin caer en la parodia. Apelar a ella es una forma burda pero fácil de menospreciar al oponente y aparentar que se sale victorioso cuando, en realidad, se carece de respuesta convincente.

El uso de ese palabro, hasta hace poco, estaba restringido a las autoproclamadas élites, a esos que durante tantos y tantos años han copado el poder y que, en clara muestra de su capacidad, tienen al país como lo tienen. Sin embargo, como todo se pega menos la hermosura, no son pocas las ocasiones en las que, discutiendo, algún indocumentado me ha soltado un "¡demagogo!" a falta de nada mejor que decir. Por eso, he tomado una decisión: abandonaré inmediatamente toda discusión en la que, sin importar el motivo, se utilice esta palabra maldita, o cualquiera de sus derivados. Si quieres imitar mi iniciativa, te invito a que copies el enlace de esta entrada en tu foro favorito cuando te haga falta, para que el título y la imagen funcionen como portazo simbólico. Y que no se molesten en volver a abrir, que pasa la corriente y se van a resfriar.

miércoles, 21 de enero de 2015

Que estaba de parranda

La mañana de hoy la he pasado en un tanatorio. No era por nadie que compartiera genes conmigo, sino por un familiar de un compañero. No voy jamás a esos sitios, pero esta vez he hecho la excepción porque a mi amigo se le han juntado varias cosas chungas de golpe y me ha dado la sensación de que necesitaba compañía para desahogarse y, a corto plazo, no iba a haber otro momento. Eso sí, él mismo no utilizó en ningún momento la palabra "desgracia" ni ningún sinónimo; asume que, teniendo su ancestro una edad más bien avanzada y enfermedades dolorosas de difícil curación, lo mejor tanto para la propia víctima como para los que la rodeaban era que el sufrimiento acabara cuanto antes.

Recalco que esta visita es una excepción. Por no ir, no fui ni a contemplar los cuerpos insepultos de mis propios abuelos, hace ya una década en el caso más reciente. No le veo demasiado sentido a tener expuesto al difunto como si fuera un cuadro en un museo y que la gente se apelotone a darle su "último adiós" (lo de "confortar y apoyar" a la parentela está bien como idea... aunque por lo que me cuentan, en la mayoría de los casos supone un agobio añadido que se hace por puro compromiso; seguro que hay circunstancias y momentos más adecuados). Allá cada uno con sus creencias, pero yo no veo en un cadáver más que un montón de carne desprovisto de vida, que sólo se diferencia de lo que vemos en el escaparate de cualquier casquería por la especie animal de procedencia.

Va cada uno a lo suyo. Y lo sabes.
Mientras las diferentes religiones no consigan demostrar la existencia del alma inmortal con que lo justifican todo (de ser cierta su teoría, tanto en el cielo como en el infierno tendría que haber un overbooking acojonante), lo sensato es asumir que un muerto ni siente ni padece, ni se entera de nada si le dejas flores o le lloras o rezas por su salvación eterna. Si le tienes que visitar, decirle o hacerle algo, aprovecha cuando todavía esté vivo. No son pocos los plañideros que jamás tienen presente a alguien, o que si lo evocan es para ponerle verde, hasta que en el momento de estirar la pata todo se vuelven halagos y condolencias (algo en lo que abundaré algún otro día, que se me ocurren ejemplos con nombre y apellidos).

En general, los humanos tenemos unas costumbres bastante extrañas con respecto a la muerte. Nos negamos a asumirla con la naturalidad con la que lo hace el resto de seres vivos, para quienes no es más que otra de las muchas partes del ciclo. Hay todo tipo de rituales para despedirnos del fallecido, muchos de los cuales están concebidos más como acontecimiento social, como forma de dejarse ver y quedar bien, que como auténtico homenaje al finado, cuyo recuerdo sólo queda en la memoria de los más allegados. Hemos desarrollado también infinidad de técnicas, a cuál más creativa, para deshacernos del cuerpo, algo que en origen no tenía más fin que evitar la proliferación de enfermedades. Enterramientos, tumbas, lápidas, nichos, mausoleos, ataúdes más o menos lujosos, cremaciones, cualquier cosa que el ingenio humano sea capaz de imaginar... con tal de, como siempre, hacer negocio hasta el último momento.

A título particular, yo no tengo previsto morirme. Es una ordinariez, le complica la vida a los que se queden aquí y, además, aún tengo tarea por delante en el mundo, que este blog no se va a escribir solo. Pero asumo que algún día tocará. A mis allegados ya les ha quedado claro (y por fortuna muchos, incluidos mis propios padres, son de mi misma opinión, así que no habrá jaleos) que paso de ningún tipo de rollo post-mortem: la pasta que fueran a derrochar en montarme un funeral, que la dediquen si quieren a hacerme regalos ahora. Y que tampoco se gasten un pavo en incinerar ni sepultar ni amortajar ni nada raro a mis muchísimos kilos de humanidad. En un hospital pueden ser mucho más útiles, ya sea para reciclar alguno de mis órganos en forma de transplante o para derivarlo a una facultad de medicina donde investiguen cómo se las ha apañado un tipo tan cochambroso como yo para sobrevivir tanto tiempo. Y si sobra algo, hay muchos jardines que necesitan abono. Al menos, aunque sea a última hora, podré hacer algo más útil que pudrirme en el fondo de un hoyo o contaminar con cenizas.

sábado, 17 de enero de 2015

Cómo poner la funda a un edredón nórdico

Decía Quino, en boca de Mafalda, que quizás la vida moderna está teniendo más de moderna que de vida. Lo afirmó cuando sus garabatos se publicaban en los diarios argentinos, allá por los '60 del siglo pasado. En aquellos tiempos, asegura mi madre, las camas se hacían "como Dios manda", con su sábana, su colcha y su manta. Los edredones nórdicos, como su nombre indica, a lo mejor se usaban más allá del paralelo 45. Por aquí ni se había oído hablar de ellos.

Poner la funda no es el único problema de los nórdicos
Desmintiendo al dibujante, esta modernez, como tantas otras, sí que nos facilita la existencia. Es un producto razonablemente barato, que abriga mucho sin resultar pesado, fácil de colocar y, para los que somos calurosos, fácil de apartar si resulta que a mitad de la noche sientes que te cueces. A los vagos redomados, además, nos aligera hasta límites inimaginables años atrás la tediosísima tarea de hacer la cama... aunque la mayoría de las veces la pereza siga siendo más fuerte y se quede arrugado y amontonado de mala manera sobre el colchón durante toda la jornada.

Los edredones nórdicos son todo ventajas. ¿Todo? No. Una labor relacionada con ellos continúa, ahora y siempre, resistiéndose a la sencillez. A alguien se le ocurrió que, por higiene, por estética, por simple afán de dar por culo, debían tener una funda. Y esa funda, una especie de bolsa de tela perfectamente sellada por todos sus lados menos uno, parece que exige dos ingenierías y tres masters para ponerse correctamente en su sitio, a juzgar por los miles de comentarios más o menos sollozantes que circulan por la red.

En realidad, si se conoce el procedimiento, es algo de lo más sencillo. A mí me lo explicó mi novia, que (dice que) lo desarrolló por su cuenta un día que, por algún motivo, lo tuvo que hacer ella sola. Es de suponer que yo estaría muy ocupado buscando alguna excusa para no echar una mano. El caso es que no hay más que seguir estos pasos:

  1. Dale la vuelta a la funda, de forma que la parte interior quede por fuera y viceversa, como si fuera un calcetín. Esta parte te la puedes ahorrar si la próxima vez que la laves (porque estas cosas se lavan, guarro) tienes la precaución de guardarla ya invertida.
  2. Extiende el edredón (sin funda) sobre la cama.
  3. Extiende la funda, del revés, sobre el edredón, con el hueco en la parte de los pies de la cama. Procura que caiga hacia abajo el lado de la funda que luego querrás que se vea.
  4. Mete la mano por el hueco de la funda hasta una de las esquinas superiores. Con la mano dentro, coge el pico del edredón que tendrás debajo, de forma que agarres a la vez tanto funda como edredón, y tira hacia ti. ¡Magia! Con un mínimo esfuerzo ya has conseguido meter medio.
  5. Repite la operación con la esquina contraria.
  6. Según lo ancha que sea tu cama, haciendo esto tendrás colocada la funda hasta, más o menos, la mitad del edredón. No tienes más que seguir tirando de la funda (raramente te harán falta más de dos tirones) hacia abajo hasta que cubra todo. Para que ajuste perfectamente, cuando hayas llegado al final, agarra de las esquinas inferiores, a la vez de la funda y del edredón, y sacúdelo.
Con esta fórmula, garantizo personalmente que una sola persona no especialmente hábil, sin ninguna ayuda, puede enfundar un edredón de 1,50 m en menos de dos minutos. Créeme, no queda una sola arruga: tu mamá flipará cuando lo vea y empezará a pensar que, a tus 30 añitos, ya estás preparado para sobrevivir en este mundo cruel. Y sin necesidad de hacer contorsionismos, ni de blasfemar, ni de contratar obreros especializados y maquinaria pesada, ni de perder media hora cada día en una actividad tan poco edificante.

jueves, 15 de enero de 2015

Teresa Romero mintió

No lo digo yo: lo ha afirmado ella misma. Hoy mismo, ante la demanda de la médico de cabecera que la atendió antes de saberse que tenía el virus, ha reconocido que no le llegó a decir que había estado en contacto con pacientes de riesgo. Lo cual, indudablemente, es una temeridad que podría haber arriesgado la vida de mucha gente (imagínate la que se habría liado si la infección se expande a través del centro de estética al que fue luego a depilarse). Pero qué quieres que te diga: yo creo que ya ha pagado con creces su insensatez. No olvides que, precisamente a cuento del virus, ha estado a punto de irse al otro barrio. Algún medio la llegó a dar por muerta y todo.

¿Mal asesorada? ¿Malvada y aprovechada que quería sacar tajada de la desgracia? ¿Irresponsable? ¿Tonta perdida? Sinceramente, me la pela. Ella, en el fondo, no es más que el último mono, aunque ahora haya quien la quiera convertir en la gran culpable y reivindique la figura del consejero de Sanidad dimitido, el señor Javier Rodríguez, o hasta de la ministra del ramo, Ana Mato (que anda que la guasa del apellido para un cargo como éste). Muy tranquila no tendrían la conciencia si, pese a ser políticos españoles (y encima del PP), acabaron dejando sus puestos. 

Y lo mono y achuchable que es...
Y más si el único asidero que tienen para defenderse es la mentira de la enfermera. Que existió, ahora lo sabemos, pero se podría haber conocido mucho antes si alguien (periódicos buscadores de carnaza incluidos) se hubiera molestado en preguntar a su médico y en consultar las notas que tomó en la consulta. Esa mentira de Teresa Romero no basta para tapar muchos otros hechos que incluso ahora, en frío, con meses de margen para analizar, siguen siendo inadmisibles. Durante aquellos meses de septiembre y octubre España le demostró al mundo, una vez más, que aparte de siesta y sangría, la palabra que más exportamos es "chapuza".

Porque es una chapuza que tengamos un hospital puntero en enfermedades infecciosas como era el Carlos III y lo desmantelemos con la excusa de los recortes. Y que, sin un sitio en condiciones donde tratarlo, nos traigamos aquí a un paciente de una enfermedad muy contagiosa y mortífera, en lugar de atenderle allí donde estaba (o mejor aún: de invertir, de verdad, en serio, para que el ébola desaparezca de África). Y que, con el paciente ya en Madrid, no haya un protocolo en condiciones para atenderlo y los enfermeros ni siquiera sepan ponerse el traje especial de protección (y eso no lo dijo la mentirosa Teresa, sino bastantes otros). 

Y que, una vez fallecido sin curarse el paciente repatriado, no se establezca una cuarentena total y absoluta para todos los que hubieran estado en contacto con él, a fin de descartar todo riesgo de que el virus, cuyos tiempos de incubación se conocen perfectamente, se haya pegado por accidente a alguno de ellos (como de hecho ocurrió con Teresa). Y que, en pleno siglo XXI y en un país que se dice desarrollado, no exista una base de datos de, por lo menos, la población de riesgo (estamos de acuerdo en que los enfermeros lo son, ¿no?), en la que conste a qué han estado expuestos, de manera que el médico la pueda consultar y saber a qué se atiene aun en el caso de que haya gente como Teresa que, por descuido o por negligencia, no se lo cuente.

Teresa mintió. Ha perdido, con todo merecimiento, el estatus de heroína que algunos le quisieron dar. Pero su caída del pedestal no puede servir para exculpar a los peces gordos dimisionarios, que no sólo también mintieron, sino que son (por fortuna, eran) unos incompetentes de campeonato. Pese a todo, lo más preocupante del tema es que, en vista de la experiencia en gestores de la cosa pública que tenemos, es ingenuo pensar que los del partido contrario lo habrían hecho mejor.

sábado, 10 de enero de 2015

Soy islamófobo, ¿qué pasa?

Ahora, después de la que se ha montado en París con los de la revista satírica a los que han masacrado a sangre fría, hay dos tendencias "políticamente correctas". Por un lado, bajo el ya famoso mantra de "je suis Charlie", una repentina defensa de la libertad de expresión a la que todo dios se suma, hasta los que siempre han sido una panda de intolerantes que, en otras circunstancias (como tantas y tantas veces ha demostrado la historia) probablemente estarían, si no empuñando el fusil, sí aplaudiendo a los verdugos. Va en la línea de lo que dijo una vez un editorial de la revista El Jueves: "todos tenemos mucho sentido del humor hasta que los cojones que tocan son los nuestros".

Hergé ya lo sabía
La otra moda del momento es distinguir entre musulmanes "buenos" y "malos", entre los que se limitan a poner el culo en pompa para orar hacia La Meca (y luego, si se tercia, se toman un botellín) y los que son capaces de degollar a un periodista o suicidarse con un cinturón de explosivos en medio de un mercado en busca de sus 72 vírgenes prometidas. Pues mira, no. No hay distinción que valga. Integristas o no, todos creen en el islam, esa religión que justifica, entre otras lindezas, que la mujer sea poco más que un bulto sospechoso que haya que esconder bajo mil trapos, sólo útil para parir, o que a los delitos menores se les apliquen castigos corporales tan bestias como amputar manos o liarse a latigazos. El Corán es un libro malvado, producto de los delirios de un lunático que, entre otras cosas, se acostaba con niñas. Así que no tengo ningún problema ni miedo en proclamar abiertamente mi islamofobia.

Ya que estoy puesto, aprovecho y me declaro también cristianófobo. Católicos, protestantes, ortodoxos, coptos, lo mismo me da: todos han asesinado sin contemplaciones, han violado, han quemado vivos, han esclavizado, con la excusa de expandir un credo que decía que "amarás al prójimo como a ti mismo". Tienen el mismo poco respeto por la mujer, a la que desde el principio la ordenan callar en las iglesias y, hasta hace no mucho, cubrían de velos e imponían absurdas y salvajes normas sobre virginidad. Y de pederastia, casi mejor ni hablamos.

Por si fuera poco, en su Antiguo Testamento, pese a que uno de los Diez Mandamientos no deja lugar a dudas en que "no matarás", se describe a un Dios particularmente hijo de puta, que se carga él solo a más gente que doscientos diablos juntos. Venganzas, saqueos y toda clase de tropelías están a la orden del día. Como esa parte del credo coincide con la Torá de los rabinos, me viene de lujo para aprovechar y decirme judiófobo (que no antisemita, no es lo mismo). Basta echar un vistazo por la actual Palestina para comprobar las "buenas obras" que les lleva a hacer la doctrina de su Jehová.

Sumo y sigo: apunto a la lista hindúfobo, budistófobo, mormonófono y todos los etcéteras que te puedas imaginar, que cada una tiene lo suyo. A estas alturas de película imagino que intuirás por dónde van los tiros: no hay una religión, una sola, que haya hecho nada bueno por la Humanidad. Supuestamente nacieron para dar consuelo a la aparente necesidad humana de saber qué hay después de la muerte y quién creó el mundo, necesidades que ni existen realmente (nadie se lo plantea hasta que no le viene alguien de fuera con el cuento) ni las distintas fes son capaces de responder con eficacia demostrable. A cambio, amparándose en la voluntad todopoderosa del presunto Altísimo, incitan a la gente a cometer todo tipo de atrocidades. Por eso, deseo que se extingan todas las religiones, sin excepción. Y cuanto antes.

¿Te ofende todo esto? No te preocupes: ya se encargará tu deidad favorita de castigarme por hereje. Limítate a rezar y no toques los huevos.